El sendero de Laguna Esmeralda, el principal de entrada al turismo de naturaleza, luce como un espacio tomado por la improvisación. Venta ambulante de comida, fotógrafos persiguiendo turistas, alquileres de esquí ofrecidos sin control y supuestos guías levantando refugios precarios, son parte del paisaje.

Entre bolsas de basura y un sendero deteriorado, lo que debería ser un santuario natural se transforma en una imagen del turismo descontrolado.
Mientras las autoridades miran para otro lado, cada día taxistas y choferes de Uber se enfrentan a gritos por pasajeros que visitan el lugar.
Grupos de turistas que recorren el sendero no contarían con seguro ni cobertura de rescate. Cuando ocurre un accidente, ¿quién paga? La respuesta es tan obvia como alarmante: la provincia, con un sistema sanitario colapsado, termina absorbiendo costos que deberían estar regulados y prevenidos por una política turística seria.
En medio de esta anarquía, solo un grupo sostiene la seguridad en la montaña: la Comisión de Auxilio. Su trabajo profesional y voluntario salva vidas a diario y evita tragedias que podrían multiplicarse en cuestión de horas. Sin embargo, no debería ser un parche para encubrir la negligencia del Estado.
La realidad es que hoy son los rescatistas, y no las instituciones públicas, quienes mantienen de pie la seguridad en uno de los sitios más visitados de Tierra del Fuego.
Laguna Esmeralda, que debería ser la postal de un destino cuidado y estratégico para el desarrollo local, se ha convertido en el retrato más claro del desgobierno: un lugar donde reinaría el “vale todo”, sin control ni planificación, y donde el abandono oficial pone en riesgo tanto a la naturaleza como a la vida humana.
