“El que come Calafate, siempre vuelve a Tierra del Fuego”

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Como fueguinos, hemos reproducido una “tradición” propia de nuestra isla. Por años hemos recibido a turistas que casualmente han tomado la radical decisión de radicarse en nuestras tierras.

Muchas veces escuchamos que se reproduce la famosa frase “el que come calafate, siempre vuelve a Tierra del Fuego”, pero realmente esta creencia nace por una gran variedad de leyendas y mitos que se reproducen entre las generaciones fueguinas.

Una de ellas es la historia de la doncella Calafate. La historia cuenta que un jefe Tehuelche tenía una hija llamada Calafate, que era lo que él más amaba. Ella se enamoró de un joven Ona recién llegado, a pesar de que los tehuelches menospreciaban a los sureños Onas. Para evitar que siguiera la relación, el padre de Calafate recurrió al Chamán. Este dijo que no podía hacer que se acabara su amor, pero sí podría mantenerlos alejados. La muchacha fue transformada, mediante magia, en una planta espinosa que nunca se había visto en esas tierras, pero que tenía flores doradas como los ojos de Calafate. Por muchos meses el joven vagó por la estepa buscando a su amada. Loe espíritus lo ayudaron convirtiéndolo en una pequeña ave de rápido volar, hasta que un día se posó en un arbusto nuevo y al probar sus dulces frutos se dio cuenta que eran tan dulces como el corazón de su amada Calafate.

Asimismo, existe la leyenda de la Anciana Koonex, Se dice que cierta vez Koonex, la anciana curandera de una tribu de tehuelches no podía caminar más, ya que sus viejas y cansadas piernas estaban agotadas, pero la marcha no se podía detener. Entonces, Koonex comprendió la ley natural de cumplir con el destino. Las mujeres de la tribu confeccionaron un toldo con pieles de guanaco y juntaron abundante leña y alimentos para dejarle a la anciana curandera, despidiéndose de ella con el canto de la familia.

Koonex, de regreso a su casa, fijó sus cansados ojos a la distancia, hasta que la gente de su tribu se perdió tras el filo de una meseta. Ella quedaba sola para morir. Todos los seres vivientes se alejaban y comenzó a sentir el silencio como un sopor pesado y envolvente.El cielo multicolor se fue extinguiendo lentamente. Pasaron muchos soles y muchas lunas, hasta la llegada de la primavera. Entonces nacieron los brotes, arribaron las golondrinas, los chorlos, los alegres chingolos, las charlatanas cotorras. Volvía la vida.

Sobre los cueros del toldo de Koonex, se posó una bandada de avecillas cantando alegremente. De repente, se escuchó la voz de la anciana curandera que, desde el interior del toldo, las reprendía por haberla dejado sola durante el largo y riguroso invierno.

Un chingolito, tras la sorpresa, le respondió: “nos fuimos porque en otoño comienza a escasear el alimento. Además, durante el invierno no tenemos lugar en donde abrigarnos.” “Los comprendo”, respondió Koonex, “por eso, a partir de hoy tendrán alimento en otoño y buen abrigo en invierno, ya nunca me quedaré sola” y luego la anciana calló.

Cuando una ráfaga de pronto volteó los cueros del toldo, en lugar de Koonex se hallaba un hermoso arbusto espinoso, de perfumadas flores amarillas. Al promediar el verano las delicadas flores se hicieron fruto y antes del otoño comenzaron a madurar tomando un color azulmorado de exquisito sabor y alto valor alimentario. Desde aquel día algunas aves no emigraron más y las que se habían marchado, al enterarse de la noticia, regresaron para probar el novedoso fruto del que quedaron prendados.

Los tehuelches también lo probaron, adoptándolo para siempre. Desparramaron las semillas en toda la región y, a partir de entonces, “el que come Calafate, siempre vuelve.”

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