Dicho de otro modo más directo, hablar de Dios se ha convertido en un buen negocio.
La dimensión misteriosa, incapturable, cuasi impronunciable y absolutamente singular de la experiencia de lo sagrado va desapareciendo de la escena contemporánea; va siendo sustituido por el espectáculo de los grandes estadios, sponsors, y todos los que trabajan al servicio de la “fantasmagoría” de la nueva mercancía”.
Para dar cuenta de estos fenómenos debemos subrayar ciertas líneas históricas que atraviesan nuestra época: el duelo fallido por la Revolución que ha sido no elaborado, la imposibilidad por parte de las izquierdas y los movimientos nacionales y populares en proponer transformaciones estructurales en el orden dominante del Capital, el bloqueo del deseo por la intensidad de la penuria económica.
¿Estaremos asistiendo a la desaparición de los proyectos políticos que de una y otra manera fueron herederos de la Ilustración? ¿Estarán apareciendo en su lugar “los dioses oscuros” que promueven siempre el negocio y nunca la justicia?
Tal vez sea demasiado pronto para responder estos interrogantes pero, en cualquier caso, siempre es mejor anticiparse a este nihilismo disfrazado de religión.

