16 de junio de 1955: la naturaleza del enemigo

El enemigo del pueblo es así. En las cercanías de la Residencia se observó cómo un adolescente era disuelto en el aire por el impacto de una bomba. Se supo más tarde que su nombre era Miguel Sarmiento, de apenas 15 años; la historia es cruel y paradojal.

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Esa mañana amaneció nublado y con mucho frío; aún así, la Plaza de Mayo acunaba hacia el mediodía más gente que la habitual. Se podía ver, como de costumbre, a los transeúntes siempre apurados que la cruzaban de punta a punta, los oficinistas de la zona que salían por su almuerzo, algunos pocos turistas y muchos escolares con sus maestras que acudían a un acto oficial convocado en desagravio a la bandera, incendiada días atrás por una marcha opositora al gobierno del presidente Juan Domingo Perón.  

¿A quién se le podría ocurrir que en pocos minutos el odio y el espanto los convertiría a todos en una masa de gente herida, mutilada, muerta? ¿A quién se le podría ocurrir que pocas horas después se informaría que más de 300 personas asesinadas y más de mil heridos era el primer saldo de la masacre? Aunque nos cueste creer, eso sucedió en Buenos Aires aquel trágico día.

La primera bomba cayó a las 12:40 de ese jueves 16 de junio de 1955. Mató. Dañó a todos los automóviles estacionados sobre la calle Hipólito Yrigoyen. Mató hombres y mujeres. La segunda bomba cayó unos minutos después impactando sobre un trolebús que venía por Paseo Colón cruzando Alsina. Mató a todos sus ocupantes. Siguieron cayendo más bombas. Dañaron severamente la Casa de gobierno donde se sabía que allí no estaba Perón. Mató niños y niñas de las escuelas que habían asistido al acto oficial. Cayeron otras tres, cuatro, cinco decenas de bombas y metrallas sobre la población inerme que corría a refugiarse más allá y más acá de donde caían las bombas. De pronto, se ve sobre un recorte del cielo despejado cómo cae en picada un avión militar ametrallando sobre su “objetivo de guerra” y su objetivo de guerra es una humilde señora que apenas si pudo socorrer a un par de heridos cuando sintió un profundo dolor en su pierna derecha  y cayó sobre el suelo y se mira la pierna y la pierna ya no está y un fotógrafo que fue a cubrir el desfile no sabe si registrar ese instante de la historia o levantarla y sacarla de allí y mientras cavila aprieta el obturador de su cámara y la imagen queda fija para siempre, para la historia, para la vergüenza, para testimonio del horror humano. Quizá el piloto naval disparó pensando que disparaba contra las patas en la fuente del 17 de octubre de 1945, apenas diez años atrás.

Ahora la Plaza es un hormiguero alborotado de personas que corren en distintas direcciones y se chocan entre sí, pero siguen corriendo. Corren los que escapan del fuego endemoniado del bombardeo y otros corren en sentido contrario, hacia la Plaza y hacia la Casa Rosada, gritando “¡Viva Perón!” y levantando sus puños impotentes hacia el cielo como si los pilotos genocidas los pudieran escuchar. John William Cooke estaba entre estos últimos, según la versión que circuló entre algunos testigos; con su enorme corpachón de muchacho peronista libera inútilmente el cargador de su pequeña pistola sobre los aviones que seguían derramando su racimo de bombas sobre la población civil, para ponerse luego a la orden del General Juan José Valle repeliendo a los golpistas que se atrincheraron en el edificio del Ministerio de Marina. El compañero Cooke estaba dando a luz la Resistencia peronista, pero quizá aún no lo sabía. Otro muchacho peronista, flaco y joven, de unos quince años, quizá menos, corre entre los heridos ayudando como puede a los enfermeros y enfermeras que ya están allí en la Plaza y cuando ve a unos soldados arrastrar con dificultad el soporte móvil de un cañón antiaéreo, no lo duda y se suma a empujar el carro. Ese joven corajudo  y leal hasta el límite de arriesgar su propia vida, se llamó Carlos Caride. Y quizá él también estaba pariendo allí, en ese gesto heroico, a la gloriosa Jotapé, y tampoco lo sabía.

(Foto: Carlos Caride)

Un racimo de bombas y metrallas caía al mismo tiempo sobre Paseo Colón, atrás de la Rosada, y se continuaban hacia el majestuoso Palacio del Correo y más allá, hasta la avenida Córdoba y aún más allá, hasta la Residencia presidencial en las cercanías de avenida Las Heras y Pueyrredón donde años después se construiría la Biblioteca Nacional y donde tres años antes de ese día pintaron sobre un paredón cercano “Viva el cáncer” mientras Eva Perón se retorcía de dolor próxima a su muerte. Tanto odio no cabe en una sola consigna ni en una sola bomba; hacía falta un centenar de bombas sobre ese pueblo rebelde. Y ese era el día que le permitiría afirmar después a Américo Giholdi: “Se acabó la leche de la clemencia”. El enemigo del pueblo es así. En las cercanías de la Residencia se observó cómo un adolescente era disuelto en el aire por el impacto de una bomba. Se supo más tarde que su nombre era Miguel Sarmiento, de apenas 15 años; la historia es cruel y paradojal.

Con intermitencias, el bombardeo duró hasta las 17:40. Cinco horas de terror criminal a bordo de una treintena de aviones de la Marina y cinco aviones de la Fuerza Aérea, los Gloster Meteor, más  conocidos y afamados como “aviones a chorro”. Los nuevos Cruzados llevaban el signo de “Cristo Vence” como identificación. Pocos recuerdan y mencionan la razón del intervalo de tiempo de la masacre que permitió que ese pueblo encuentre mejor refugio. La razón tiene el nombre, el apodo  y el apellido de un héroe de esa jornada de luto: Ernesto Jorge “Muñeco” Adradas, Teniente de la Fuerza Aérea Argentina. Con su Gloster Meteor cumplió con su deber patriótico de defender la Constitución y al pueblo de la República y con esa convicción entabló una dura batalla aérea contra los aviones golpistas hasta derribar a uno de ellos sobre las aguas del Río de la Plata. Con esa acción retrasó el ataque sobre la población indefensa durante casi dos horas. Otro piloto leal que combatió ese día fue el Teniente Biró, padre de Pablo Biró, el piloto de Aerolíneas Argentinas que hace muy poco comandó el vuelo a Moscú para traer los primeros lotes de la vacuna Sputnik. La historia avanza en círculos.

Sobre las tres de la tarde de ese 16 de Junio de 1955 dispararon nuevamente a granel y el incendio y el humo con olor a muerte invadieron Buenos Aires. Entre los criminales de guerra había nombres y apellidos que cobrarían notoriedad tiempo más tarde. Eduardo Massera, Orlando Agosti, Guillermo Suarez Mason, Horacio Mayorga, Osvaldo Cacciatore, Oscar Montes, Jorge Mones Ruiz, Horacio Estrada, Rivero Kelli, entre otros. Y así como Cooke, Caride y Adradas honraron y adelantaron las páginas futuras de la historia popular, los criminales se iniciaban en su bautismo de fuego genocida para seguir después con los fusilamientos de León Suarez, con la Masacre de Trelew, con los torturados y las torturadas de la Esma, de Campo de Mayo, de la Perla y de los Centros clandestinos de detención de la dictadura cívico militar a partir del 24 de marzo de 1976 con sus 30 mil detenidos desaparecidos. Quizás esos criminales sí sabían su posterior destino, porque el odio que soltaba esas bombas siempre sería el mismo y ellos, los enemigos del pueblo, sólo saben odiar.

Después de la faena no fueron juzgados ni condenados, sino premiados por la “revolución fusiladora” que sobrevendría  tres meses más tarde. Y ya se sabe: lo que no se juzga a tiempo, vuelve.

Dijimos que esa mañana amaneció nublado y con mucho frío. Muchos ciudadanos que podían escapar de la Plaza, eran rematados en la calle a tiros de metralla que escupían su odio desde el vecino edificio de la Marina. De ese edificio emergieron unos trescientos infantes en el ataque final a la Casa Rosada. No pudieron entrar. Los Granaderos y otros soldados, suboficiales y oficiales del Ejército, leales a la Constitución y a Perón, más los miles de trabajadores que habían acudidos presurosos al llamado de la conciencia peronista, resistieron la intentona y los empujaron nuevamente hacia su guarida. El cuadro era dantesco. Ardían y humeaban los restos de automóviles, colectivos, trolebuses, edificios. Se escuchaban gritos de dolor y pedidos de auxilio desesperados. Conmovían los heridos y los niños muertos a un costado de la Plaza. Conmovían los trabajadores que seguían llegando al lugar de la tragedia y socorrían a los heridos y cargaban en sus brazos a los malheridos para llevarlos a las ambulancias en un último intento de salvarlos. Todo era desolación. Una radio leal informaba que una cuadrilla de aviones ametralló a centenares de obreros que se habían concentrado en las afueras de la ciudad para marchar juntos a la Plaza a defender su gobierno. Allí, frente a Jabón Federal, en Avenida General Paz y Crovara, cayó muerto el trabajador Armando Fernández.

La Casa Rosada ardía y mostraba sus heridas como resultado de las veinticinco bombas que la impactaron. Las otras setenta y cinco bombas, cayeron sobre la población civil en la Plaza de Mayo y alrededores. Un trolebús que escapaba a toda marcha del ataque no pudo evitar el impacto de una bomba y se ladeó lentamente como un animal herido de muerte, de un lado primero y del otro después, para soltar violentamente de su interior la carga humana de niños, hombres y mujeres que transportaba. Todos muertos. Los argentinos y las argentinas habían recibido a sangre y fuego el mensaje de los golpistas: el terrorismo de estado estaba en la naturaleza del enemigo del pueblo argentino. Ellos eran los herederos de los coroneles de Mitre del siglo 19, los que mataban por la espalda, los que torturaban, los que cortaron la cabeza del Chacho Peñaloza, los que masacraron al pueblo paraguayo en esa guerra fratricida de la Triple Alianza.

¿Tanto asco y desprecio les provoca la felicidad del pueblo y la grandeza de la nación? ¿Tanto horror desparramado sólo por querer matar al líder de ese pueblo? ¿Tanto odio puede incubar ese otro país de la injusticia y de los privilegios de clase que ese día piloteaba esos aviones de la muerte?

La vida demostró que sí, que eran y son capaces de causar todos los horrores a la hora de sembrar el miedo y el terror en la sociedad.

Y aquí, a modo de conclusión, abordaremos un manojo de reflexiones que sirvan para el debate histórico que nos debemos sobre la tragedia mayor que sufrió el pueblo argentino aquel 16 de junio de 1955. Lo haremos desde un pensamiento crítico y no complaciente ni perezoso, por el respeto que nos merecen los centenares de muertos de ese día y los que sobrevinieron desde entonces. 

Ni el peronismo en particular ni la sociedad en general, más allá de sus pertenencias políticas, sociales, religiosas o de cualquier índole, han dado debida cuenta del real significado del horror del bombardeo. La Argentina, como país, da cuenta de otros sucesos dramáticos de nuestra historia; sin embargo, hay que afirmar que el bombardeo no tiene parangón en orden a todas nuestras tragedias, las nacionales y las de otros pueblos y naciones. Fue el mayor atentado terrorista contra la población civil en tiempos de paz y democracia. El 16 de junio debiera ser un punto de inflexión en la conciencia colectiva de la sociedad toda y convengamos que no está asumido así. Ese día se intentó aniquilar, exterminar, eliminar a un pueblo sublevado desde el 17 de Octubre de 1945. El bombardeo fue hacia la humanidad de los más humildes de la Plaza del pueblo. Pero se conoce más lo que pasó en Guernica, España, que lo acontecido en Plaza de Mayo donde cayeron más bombas que en Guernica y donde hubo más destrucción y más muertes que en Guernica. Tenemos, quizá, la imagen reproducida de Picasso en nuestras casas, pero difícilmente encontremos un living con el cuadro dantesco del bombardeo argentino. Y así como podemos decir “Nunca más Guernica”, debiera decir y conmover a toda la sociedad argentina un “Nunca más un bombardeo a Plaza de Mayo”.

En la Argentina se conjugaron esa vez todas las fuerzas opositoras al gobierno constitucional y democrático del presidente Juan Domingo Perón, para bombardear y ametrallar a la población civil. Participaron políticos conservadores, nacionalistas de ultraderecha, liberales, radicales, socialistas, sectores reaccionarios de la iglesia católica y  empresarios locales. Todos ellos colaboraron activamente con el bombardeo, a través de los comandos civiles. Busquen las memorias de Mariano Grondona para comprobarlo. Busquen las declaraciones de los dirigentes radicales y socialistas y conservadores de la época. Busquen la trayectoria del dirigente radical Miguel Ángel Zavala Ortiz para entender la conducta de esa oposición rabiosa y antidemocrática que en 1955 demolió su última honra participando de la masacre de aquel pueblo inocente y desarmado.

Tres meses después de aquel sangriento mes de junio, el entonces canciller del gobierno golpista, Mario Amadeo, fue muy elocuente en la identificación clasista y oligárquica de ese golpe de estado, cuando dijo: “la revolución libertadora es una revolución en que una clase social impuso su criterio sobre otra”.

Pero lo inédito y cruel del bombardeo a Plaza de Mayo es que fue ejecutado por un importante sector de las fuerzas armadas de la nación argentina. A Guernica la bombardearon los alemanes nazis de Hitler, pero no hay antecedentes en el mundo de una fuerza armada institucional que haya bombardeado a su propio pueblo. Y este dato es clave para entender la profundidad y la gravedad de aquel suceso trágico de la historia contemporánea. Ese hecho sólo es comparable con el genocidio iniciado por la última dictadura cívico militar el 24 de marzo de 1976. Los aviones de la fuerza aérea naval y de la aeronáutica fueron piloteados por militares argentinos aquel 16 de junio, igual que fueron argentinos los pilotos de los vuelos de la muerte que arrojaban a sus víctimas sobre el río o sobre el mar a partir de 1976.

Se hace evidente que resulta un reduccionismo mendaz afirmar que los golpistas sólo buscaban “matar a Perón” y que por razones climáticas las bombas cayeron en el lugar equivocado. No fue así. Claro que querían matar a Perón, pero sobre todo querían masacrar al pueblo como forma de aterrorizarlo y aislarlo de su líder y de su identidad política. De las cien bombas que se arrojaron, unas 25 cayeron sobre la Rosada, matando a 12 personas y el resto (75) cayeron sobre la población indefensa en Plaza de Mayo y sus alrededores dejando más de 300 personas muertas.

En este país, los únicos que hicieron “tronar el escarmiento” fueron esa vez y siempre, los representantes civiles y militares de las clases dominantes.

Se comprueba una vez más la fragilidad que a veces demuestra tener la memoria colectiva; aún hoy es posible escuchar a notorios dirigentes populares afirmar que nunca se vio una oposición tan furiosa y obstruccionista como la actual. Sería más correcto decir que esta oposición 2021 es la cría de aquella de 1955 y 1976, con la diferencia que el tiempo histórico trocó aquellas bombas de trotyl por el actual bombardeo mediático- judicial y las campañas anti-vacunas contra la salud pública.

Los modales “políticamente correctos”, los que alientan el olvido y una reconciliación imposible con los verdugos, no tienen licencia para ocultar la verdadera historia.

La democracia debe contar con una acción pedagógica y cultural permanente que evite la naturalización y el acostumbramiento a las prácticas violentas del golpismo endémico, sea cual fuere la forma en que se manifieste, ejercitando la memoria, predicando la verdad y buscando justicia. Para eso sirve el arte y la educación. Los documentales como “Maten a Perón”, del director Fernando Musante y “Piloto de Caza”, de Nicolás Dalmasso, sobre el libro de Alejandro Covello “Batallas Aéreas”, el monumento doliente de Nora Patrich, entre otras expresiones del arte popular, debieran ser replicados y promovidos desde el Estado y desde las organizaciones libres del pueblo.

La historia demuestra que todo genocidio y terrorismo de estado, es resultado final de una impunidad anterior. El frustrado golpe de 1951 y posteriormente el atentado terrorista del 15 de abril de 1953, nunca fueron castigados con la suficiente dureza de la ley y la Constitución. Ese día los comandos civiles del anti-peronismo, encabezados por el radical Roque Carranza, atentaron con bombas colocadas en Plaza de Mayo y sus alrededores contra una manifestación obrera de apoyo a Perón causando 6 muertos, 93 heridos y 19 lisiados permanentes. Esta masacre de Plaza de Mayo que aquí recordamos, tampoco recibió castigo; por el contrario, la idea rectora que la sucedió pareció ser la del “borrón y cuenta nueva”. El olvido no germina conciencia; sólo la construcción de memoria nos hará libres como pueblo y como nación.

Por último, queremos destacar como valiosísimo aporte la investigación realizada por Gonzalo Chávez, militante histórico del peronismo, volcado en su libro: “La masacre de Plaza de Mayo”. Y también con igual valoración, vale ir al rescate, para difundirlo y utilizarlo como insumo vital para el aprendizaje de nuestra historia reciente, la investigación monumental que hiciera el Archivo Nacional de la Memoria, de la Secretaría de Derechos Humanos, en el año 2010 con su primera edición y en el 2015 en su edición final. De este modo, las presidencias de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner fueron las únicas que promovieron desde el Estado la investigación de aquel crimen de Estado y la reparación a las víctimas. Ese debiera ser el piso para seguir profundizando este punto nodal de nuestra historia. 

Como sostiene Gonzalo Chávez, hacer memoria con el bombardeo del 16 de junio de 1955 debe servir para “rescatar la identidad de las víctimas como primer paso en el camino hacia la justicia. Se trata de evitar que esas personas, eliminadas materialmente, también sean borradas simbólicamente”

Honremos nuestro compromiso con todas las víctimas de aquel bombardeo cobarde y criminal, y mucho más, con las generaciones futuras, para que ningún crimen de estado quede impune y para que jamás el odio pueda consolidar su aliento de terror y muerte sobre nuestro suelo y sobre nuestras vidas.

Al fin y al cabo, la patria es memoria que anda.

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